En la pared contraria del palacio comunal se oponía la ciudad calma, pacificada por un gobierno justo, que aseguraba la concordia de la sociedad política, en una suerte de contraste, de claroscuro. A la altura de la puerta del recinto, como una suerte de arcada, tiene una leyenda “senza paura ogn’uom franco camini” (sin miedo, que todo hombre marche sin pena).
En el fresco hay otra alegoría femenina: la Divisio. Su sitio está en el estrado de los vicios, los detestables asesores de la tiranía. A su derecha está Furor, un inquietante centauro que porta una daga o estilete; a su izquierda esta la Guerra, negra y con casco, blandengue su atemorizante espada. Un eslabón del encadenamiento fatal que lleva de la cólera a la violencia.
En contraste, en la pared de las alegorías del buen gobierno, encontramos a Concordia, que tiene sobre su regazo una garlopa de carpintero, la herramienta de la equidad social. Enfrente, nada de eso: la Divisio, mujer de aspecto desordenado, tiene otro instrumento de la carpintería social, mucho más aterrador: “Una sierra, con la cual se corta la muñeca.
Tal es la discordia de las facciones, opuesta en todo sentido a la disputa de los políticos: divide, mutila, separa”. Así nos dice el historiador francés, Patrick Boucheron en un ensayo sobre el fresco de Siena, en clave de lectura política. Un tema y una obra de arte que renueva las dicotomías de la organización social.