Viejo y achacado, en una silla de ruedas para desplazarse, Waldo, el cineasta, los escucha con dosis mezcladas de espanto y fascinación. “La libido, como Elvis y los celos, nunca muere”, sentencia. Y tampoco la imaginación, a la que considera “el lugar más peligroso de la tierra”.
La crítica de Gabriel Caldirola para la Revista Ñ, analiza con razón que, aunque su cuerpo está prácticamente inmovilizado, su mente no deja de visualizar películas que nunca filmará mientras espía a los vecinos.
La traición, lejos de desanimarlo, lo despabila, le devuelve una vitalidad que creía perdida para siempre y lo coloca en un estado de lucidez creativa, rayana en la paranoia. A medida que pasan los días, Zee, su devota esposa 22 años más joven, de quien depende para realizar las acciones más elementales, como alimentarse, asearse o cambiar de posición, y Eddie, su amigo crítico de cine, adulón y obsecuente, siguen encontrándose a escondidas, cada vez con menor disimulo.
Poco a poco Eddie se va instalando en su casa y lo que parecía un episodio aislado de infidelidad se va convirtiendo en una apropiación silenciosa y constante de sus espacios cotidianos.
Es así que, Waldo se vuelve un voyeur en su propio hogar mientras filma en secreto lo que planea ser su última película, con su esposa y su amigo como protagonistas y el mismo como partícipe necesario, de una pesadilla personal que tiene la forma de una fantasía cautivadora y erotizante.
El relato, para no revelar lo profundo de la trama y sobre todo su inesperado remate, narra más allá de las disquisiciones morales y éticas, que no faltan en el libro. Pero a medida que uno avanza en la lectura es imposible no recordar ese cuento imborrable que es “Casa tomada” de Julio Cortázar.
Con un estilo descarnado, mordaz, y, por momentos, no exento de humor, Waldo se define a sí mismo como “un sensualista con debilidad por el marqués de Sade como guía moral”, y resuelve: “Para adorar al sexo, debes asumir la repulsión”. Atormentado, humillado y al mismo tiempo cautivado, imagina a su esposa y a su amigo, juntos en el living de su casa, visualiza las escenas eróticas con lujo de detalles. Y se vale de una cámara, su mejor arma, para tramar una venganza.
Caldirola nos alerta que se trata de un Kureishi corrosivo, nada idealista con respecto a la ciudad que fue escenario de novelas como El Buda de los suburbios y El álbum negro: ”El nuevo mundo parece banal y agotado. Hay demasiado dinero en Londres. Hemos vivido demasiados años”. Sin duda es una pose intelectual, pero sigue manteniendo sus principales obsesiones en una novela entre paranoica y divertida, con fuertes fantasías eróticas. Pese a su discurso tribunero, se evidencia que Kureishi tiene más creatividad para seguir dando.